Nosotros somos azules. Profundamente azules. El color del aire, para nosotros, niños, era azul, como para los pompeyanos de la Villa de los Misterios era rojo. Los pantalones son azules, la tinta de los bolígrafos, la bandera de la Unión Europea, los cascos azules, el cielo y el mar. Lo que no tiene forma, lo que se pierde, es azul, un color relativamente nuevo, un color sacado de la nada.
Sólo los bárbaros (los extranjeros) de Europacentral (esos pueblos que habitaban lo que hoy es Francia, Alemania, Polonia...) se pintaban el cuerpo entero de azul para entrar en combate o asaltar en la noche. Hasta el siglo XIV, el siglo de la flor de Lis que emerge de la guerra contra los albigenses del sur, el siglo de la consolidación de todas las vocaciones marianas europeas, el azul no es un color por sí mismo, sólo una casualidad, una extrañeza.
Después Goethe dirá que es el elemento de la oscuridad (la sombra natural no es negra, es azul) y Víctor Hugo, tras ver abiertas las grandes tumbas egipcias, se verá deslumbrado por ese Azur, que significará, más que la muerte, la libertad. Verlaine, Valéry, Darío... Azules en la poesía, azules en las comunidades de Cézanne y en la tristeza de Picasso.
El azul se nos ha impuesto en la industria desde que, sin querer, se descubrió el azul de Prusia, que invadió Europa y aún la sostiene. Se buscaba el rojo y se encontró la ilusión, la profundidad, el cielo y el mar, lo que no tiene forma y lo que, en realidad, dibuja la fantasía de las multitudes insolubles que somos."
Javier Pérez