Aquella voz le resultaba familiar. No tenía rostro ni
nombre; era una voz cálida, tenue: otoñal. Vino hacia
él sin estridencias y se fue dejando una estela de polvo de mármol rojo que el viento voló descuidado.
No hubo eco. Se quedó absorto, petrificado. Contuvo la respiración.
Muy atento, a
la espera de otra señal sonora, cayó desmayado al suelo.
(…)
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